Cinco y cincuenta
Por: Laura Pérez (Grado 11°)
Cinco y cincuenta
de la tarde. Última parada y comienzo de un nuevo trayecto matutino. Él como
siempre, con su gorro trajeado y sus andrajos que no ha cambiado por mucho
tiempo. Cree que no lo reconozco y, sin embargo, se acerca hacia mí pidiendo
que le dé algo para recargar la tarjeta. Me preguntó si al menos irá a alguna
parte. Rechazó su pedido para seguir mirando al frente y apreciar la grandiosa
fila que tiene forma de culebra, pero que en su cabeza, pequeñas ratas bloquean
su camino para entrar al bus, algo injusto diría yo. El viejo le pide entre
dientes al señor que se encuentra frente a mí que le ayude con algunas
moneditas para la tarjeta -según lo que interpreto- y él la da algunas con una
papeleta en la cual acababa de escribir. Las monedas parecen alegrar al viejo,
pero queda extrañado con la papeleta. Me preguntó si sabe leer; ¿Qué querrá
decir el papel? Siento inquietud al no saber el cuento de la papeleta y me
atrevo a preguntar.
-¿Usted sí sabe que
ese señor se la pasa todos los días a estas horas pidiendo lo mismo a Raimundo
y todo el mundo, mientras que todos le dan moneda de ignorancia?
-Sí, ya lo sabía y
me inquieta.
-Pues nadie lo obliga
a que le dé algo… digo. Si mira para arriba se encuentra con el letrero de luz que
le recuerda decir “no gracias” a los vendedores ambulantes.
-No veo que ese
viejo esté vendiendo algo, si acaso la tarjeta para el transporte.
-No, él pide que le
ayuden con la tal recarga.
-Pues hoy obré bien
para que sepa.
-Con metal y papel.
-Y con un mensaje
motivador.
-¿Para qué nos siga
pidiendo todos los días desde las cinco de la tarde?
-¿Tan pobre está
usted?
- Yo si tengo para
recargar la tarjeta, gracias por la preocupación.
De repente la cola
de la culebra ya había llegado a su fin para hacer su entrada por la puerta del
bus
-mi tercer bus- con
un destino de cuarenta y cinco minutos. El señor entró primero y se hizo lejos
de mí. No me quedó asiento libre. Así que me tocó ir de pie
-¡Juemadre, no le
pregunté lo del papel!-. No puedo llegar a mi destino sin saber qué oración
motivadora había formado este señor para el deleite del viejo -si es que sabe
leer-. Emprendo el desfile hasta la cola del bus para hacerle la pregunta al
tipo. Y después de que mi cuerpo roza con todos los valientes que van de pie,
llego a la meta.
-Venga, necesito
saber su nombre antes de preguntarle.
-Raimundo.
-Un nombre común.
-¿Que iba a
preguntar?
-Ah sí, ¿Que en
dónde se baja?
-Tres Esquinas.
-Yo en Amarilo.
-Le diría “¡Qué
interesante!” Pero no lo es en absoluto. Tanto que se queja del viejo de la
estación y ahora pienso que ese sí es más tolerable porque no se le entiende ni
cinco de lo que dice… en cambio usted fastidia con su preguntadera irrelevante.
-¡NECESITO SABER
QUÉ LE DIJO AL VIEJO!
-Que la muerte es
la solución.
Por el reflejo de
la ventana al lado del tipo noté como mis ojos relucían y podían hacerle
competencia a las farolas del bus que nos llevaba. Le iba a echar la madre, la
tía, la abuela, la esposa y hasta la perra… pero al soltar el suspiro miré aún
lado y me pregunté… ¿La muerte es la solución para el viejo?
(...)
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